2 de octubre
El 2 de octubre de 1968, la Plaza de las Tres Culturas, un símbolo de la rica herencia prehispánica y colonial de México, se volvió el escenario de una de las tragedias más profundas y controvertidas del país. Diez días antes de que la mirada del mundo se posara sobre la Ciudad de México para los Juegos Olímpicos, el gobierno mexicano abrió fuego contra una multitud de estudiantes que se manifestaban pacíficamente, un evento que quedaría grabado en la memoria colectiva como la Masacre de Tlatelolco.
El año 1968 fue un periodo de efervescencia global. Desde París hasta Washington, los jóvenes salieron a las calles para desafiar a sus gobiernos y exigir cambios. México no fue la excepción. El movimiento estudiantil mexicano surgió inicialmente de una represión violenta por parte de la policía durante una pelea entre pandillas estudiantiles; pero rápidamente evolucionó hacia un desafío frontal al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó al país durante décadas con mano férrea.
Bajo el liderazgo del Consejo Nacional de Huelga (CNH), estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y del Instituto Politécnico Nacional (IPN), entre otras instituciones, organizaron grandes manifestaciones. Entre sus principales demandas estaban:
En aquél entonces, el presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, percibió el movimiento como una amenaza directa a la estabilidad del país, especialmente con la inminente celebración de las Olimpiadas. Su determinación de silenciar las protestas lo llevó a ordenar al ejército ocupar el campus de la UNAM, la máxima casa de estudios del país, donde golpearon y arrestaron a los estudiantes indiscriminadamente.
A pesar de la ocupación militar, el movimiento no se detuvo. El 2 de octubre, alrededor de las 5 de la tarde, entre 10 mil y 15 mil estudiantes, trabajadores, familias y niños se congregaron en la Plaza de las Tres Culturas para un mitin pacífico. Entre sus consignas se escuchaba: “¡No queremos olimpiadas, queremos revolución!”.
Los organizadores no cancelaron la protesta a pesar de notar una creciente presencia militar. La plaza quedó rodeada por unos cinco mil soldados y vehículos blindados. Al atardecer, desde un helicóptero sobrevolando la plaza, se dispararon bengalas de colores verde y rojo. Para muchos testigos, esta fue la señal para que comenzara la masacre.
“De repente aparecieron bengalas en el cielo sobre nuestras cabezas y todos miraron automáticamente hacia arriba. En ese momento se oyeron los primeros disparos. La multitud entró en pánico y comenzó a correr en todas direcciones”, se lee en un relato publicado en el libro “La noche de Tlatelolco”, de la periodista Elena Poniatowska.
Las fuerzas de seguridad, que incluían al Batallón Olimpia —un grupo secreto creado para la seguridad de los Juegos Olímpicos—, abrieron fuego con armas automáticas contra la multitud desarmada. Los disparos no sólo alcanzaron a los manifestantes; sino que también a transeúntes, periodistas y niños. Los soldados actuaron casa por casa en los edificios aledaños, arrestando y ejecutando a muchos dentro de sus propios hogares.
El silencio oficial fue casi inmediato. Los periódicos del día siguiente, bajo estricto control, reportaron entre 20 y 30 muertos. Cifras que fueron ampliamente rechazadas por los sobrevivientes y periodistas independientes. Durante una entrevista, en abril de 1977, Díaz Ordaz se refirió a la cifra de víctimas: “Tengo entendido que pasaron de 30 y no llegaron a 40, entre soldados, alborotadores y curiosos”.
Hasta este día, el número exacto de fallecidos permanece en disputa y es un símbolo de la impunidad que rodeó el evento. La mayoría de las fuentes y estimaciones de testigos reportan entre 300 y 500 muertos, con más de mil heridos y mil 345 arrestados. Algunas estimaciones, sin embargo, sitúan la cifra en los miles. Los cuerpos fueron removidos en ambulancias y camiones militares, lo que dificultó cualquier conteo oficial.
Inmediatamente después de la masacre, el gobierno de México afirmó que provocadores armados entre los manifestantes, apostados en los edificios que rodeaban la plaza, iniciaron el tiroteo. Y que las fuerzas de seguridad solo respondieron la agresión en legítima defensa.
No obstante, documentos gubernamentales desclasificados desde el año 2000 e investigaciones posteriores sugieren una realidad muy distinta. La evidencia apunta a que los francotiradores eran miembros de la Guardia Presidencial, quienes recibieron la orden de disparar contra las fuerzas militares para provocar una respuesta violenta y justificar la represión. El Batallón Olimpia, identificado por guantes o pañuelos blancos en la mano izquierda, se infiltró entre la multitud para arrestar a los líderes estudiantiles. Y, de acuerdo con testimonios y material videográfico, ellos iniciaron los disparos.
La investigación del gobierno mexicano sobre los hechos quedó limitada por décadas. No fue sino hasta 1998, en el 30º aniversario, que el presidente Ernesto Zedillo autorizó una investigación; pero el PRI continuó sin liberar la mayoría de los documentos oficiales. La opacidad y la falta de rendición de cuentas perpetúan el dolor de los familiares de las víctimas.
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El expresidente Gustavo Díaz Ordaz nunca mostró arrepentimiento. En una entrevista en 1977, afirmó con orgullo: “Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años, es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país. ¡Les guste o no les guste! Con algo más que horas de trabajo burocrático, poniéndolo todo: vida, horas, trabajo, peligros, la vida de mi familia, mi honor y el paso de mi nombre a la historia, ¡Todo se puso en la balanza! Afortunadamente, salimos adelante”, expresó.
Cada 2 de octubre, miles de personas marchan en la Ciudad de México hacia la Plaza de las Tres Culturas para recordar a los caídos. Las consignas “¡2 de octubre no se olvida!” y “¡Ni perdón ni olvido!”, se repiten como un recordatorio de que la justicia plena nunca llegó. La masacre, un evento central en la llamada “Guerra Sucia” mexicana, marcó a una generación y dejó una huella imborrable en la conciencia nacional.
Como escribió la poetisa Rosario Castellanos en su Memoria de Tlatelolco:
“No hurgues en los archivos pues nada consta en actas. Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria. Duele, luego es verdad. Sangre con sangre y si la llamo mía traiciono a todos. Recuerdo, recordamos. Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca sobre tantas conciencias mancilladas, sobre un texto iracundo sobre una reja abierta, sobre el rostro amparado tras la máscara. Recuerdo, recordamos hasta que la justicia se siente entre nosotros”.