Dick Cheney
Estados Unidos
Dick Cheney, considerado uno de vicepresidentes más influyente y quizás el más controversial de la historia moderna de Estados Unidos, quien, además, contribuyó a moldear, manera decisiva, la respuesta antiterrorista de su país y la guerra en Irak, falleció el pasado lunes 3 de noviembre a los 84 años.
A través de un breve comunicado, la familia del político estadounidense confirmó el fallecimiento, citando complicaciones derivadas de una neumonía, sumadas a su larga y pública batalla contra una enfermedad cardíaca. La noticia cerró el capítulo final de una vida pública definida por una convicción férrea, un manejo del poder sin disculpas y una polarización que sólo se intensificó en sus últimos años, cuando se erigió en un crítico feroz de Donald J. Trump.
“Durante décadas, Dick Cheney sirvió a nuestra nación con un vigor incuestionable”, señalaba el comunicado familiar, que elogiaba a un hombre “noble e imponente” que enseñó a su familia “a amar a nuestro país y a vivir con valentía, honor y pasión por la pesca con mosca”.
“Le agradecemos profundamente por todo lo que hizo por el país. Nos sentimos muy afortunados de amar y ser amados por este noble e imponente hombre”. Agregaron.
Bajo su función como vicepresidente de EE. UU., el cargo dejó de ser una posición ceremonial para convertirse en un centro neurálgico de poder paralelo. Desde su oficina en el Ala Oeste, ejerció una influencia sin precedentes sobre la política de seguridad nacional, los poderes del ejecutivo y la agenda conservadora. Así como también defendió tenazmente las políticas de vigilancia, detención e interrogatorio que surgieron tras los ataques del 11 de septiembre de 2001.

Su trayectoria fue un viaje único a través de los corredores del poder republicano durante medio siglo. Sirvió como jefe de gabinete de la Casa Blanca bajo el presidente Gerald R. Ford, representó a Wyoming en el Congreso durante una década y se desempeñó como secretario de Defensa durante la Guerra del Golfo Pérsico bajo George H.W. Bush. No obstante, su papel como vicepresidente de George W. Bush marcó su legado como una fuerza central en la definición del siglo XXI estadounidense.
Cheney operaba con una certeza que, a menudo, desafiaba las realidades políticas cambiantes. Fue un defensor incansable de la invasión de Irak en 2003, argumentando la existencia de vínculos entre Saddam Hussein y Al Qaeda, y asegurando que las tropas estadounidenses serían recibidas como libertadoras. Años después, cuando tales afirmaciones resultaron infundadas y una insurgencia ensangrentó el país, su convicción permaneció inquebrantable, una terquedad que sus aliados veían como firmeza y sus críticos como ceguera ideológica.
Su visión de una presidencia ejecutiva robusta, casi imperial, chocó repetidamente con los límites del sistema. Los tribunales rechazaron muchos de los esfuerzos que él impulsó para expandir la autoridad presidencial y otorgar un trato severo a los detenidos en la llamada guerra contra el terror. En los últimos años de la administración Bush, su influencia visiblemente disminuyó, frenada por sentencias judiciales adversas y el desgaste político de una guerra impopular.
En un giro en sus convicciones, sus últimos años estuvieron marcados por una ruptura profunda con el partido que ayudó a moldear. La transformación de su hija, Liz Cheney, de una republicana conservadora convencional a la principal crítica de Donald Trump dentro del partido, redefinió también el papel público del exvicepresidente.

Con una voz grave y un tono sereno que transmitía una autoridad inquebrantable, Cheney se convirtió en un inesperado aliado de la causa anti-Trump. En un anuncio televisivo de 2022 en apoyo a la campaña de reelección de su hija, lanzó una condena devastadora: “En los 246 años de historia de nuestra nación, jamás hubo un individuo que representara una mayor amenaza para nuestra república que Donald Trump”. Más tarde, en otro acto de desafío, declaró que votaría por la candidata demócrata Kamala Harris antes que por Trump.
Dicha postura final completó la compleja imagen de un hombre que, para muchos, encarnaba las contradicciones del poder estadounidense: un tradicionalista que transformó instituciones, un defensor del orden que se convirtió en una figura profundamente divisoria. Y un halcón de la seguridad nacional cuyo legado más perdurable podría ser su defensa de los principios democráticos contra lo que él llegó a ver como su mayor amenaza interna.
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Le sobreviven su esposa, Lynne; sus hijas, Liz y Mary; y varios nietos. Su muerte marca el fin de una era en la política de Washington, una definida por un tipo de conservadurismo seguro de sí mismo que ahora parece, en muchos aspectos, un eco lejano.