Día de Muertos
Flor de Cempasúchil
Hay un olor que, para el mexicano, define el mes de noviembre. Es una fragancia terrosa, penetrante y cálida que se adueña de los mercados, invade las casas y guía los pasos en los panteones. Es el aroma de la flor de cempasúchil, la luz que, de acuerdo con la tradición, ilumina el camino de los seres queridos, quienes, una vez al año, cruzan el umbral entre los mundos para visitarnos.
No se trata de una elección estética; es un pacto ancestral. Cuestionarse por qué esta flor en particular adorna las ofrendas del Día de Muertos es adentrarse en la cosmovisión más profunda de los pueblos de Mesoamérica, un viaje en el tiempo donde la vida y la muerte son dos caras de una misma moneda.

Para entender su significado, hay que remontarnos al México prehispánico. Los mexicas llamaban a esta flor cempohualxochitl, que en náhuatl significa “veinte flor” o “flor de veinte pétalos”. Ya entonces estaba consagrada a Mictlantecuhtli, el señor del Mictlán, el reino de los muertos.
La leyenda más conmovedora que explica su vínculo con los difuntos es la de Xóchitl y Huitzilin, dos jóvenes enamorados. A ellos les gustaba subir a lo alto de las montañas para ofrecer sus promesas de amor al dios Sol, Tonatiuh.
Un día, la guerra llamó a Huitzilin, quien murió durante una batalla. Xóchitl, deshecha en dolor, rogó a Tonatiuh que la uniera con su amado para siempre. El dios, conmovido, lanzó un rayo que tocó a la joven, transformándola en una flor de un color tan intenso como el mismo sol. Tiempo después, un colibrí llamado Huitzilin (el ave que en la cultura náhuatl representa a los guerreros caídos) se postró en sus pétalos. Al instante, la flor se abrió en veinte flores, desprendiendo una fragancia única. Era el reencuentro de los amantes.
Así, la flor de cempasúchil se convirtió en el símbolo del amor que trasciende la muerte. Su color amarillo-naranja representa la luz del sol, la vida y la fuerza. En tanto que su olor, único y vigoroso, es la guía, la brújula olfativa que atrae y conduce a las almas.

En la ofrenda de Día de Muertos, cada elemento tiene una función sagrada. Y el cempasúchil no es la excepción. Su papel es triple:
El camino de regreso: El uso más visible y poético son los pétalos deshojados. Con ellos, las familias trazan senderos desde la calle hasta el altar, y del altar a las puertas de las casas. Este camino, vibrante y aromático, no es sólo una bienvenida, es una herramienta de navegación para las ánimas, que, en su viaje anual, pueden desorientarse. Cada pétalo es como una pequeña brasa, una chispa del sol que les marca la ruta de vuelta a casa.
La luz en la oscuridad: Antes de la llegada de las velas, la flor de cempasúchil era en sí misma una fuente de luz espiritual. Su color intenso, que va del amarillo al naranja rojizo, evoca la calidez y la energía del sol, el elemento vital por excelencia. En un altar, un arco o un marco de cempasúchil representa un portal luminoso, un espacio sagrado bañado por una luz que las almas pueden percibir y que las protege en su tránsito.
La alegría y la celebración: A diferencia de otras culturas, donde la muerte se viste de luto, en México se viste de color. El cempasúchil, con su tono vibrante, aporta la alegría y la festividad de la celebración. No lloramos la partida, celebramos la visita. La flor encarna esta dualidad: su belleza es efímera (se marchita pronto), recordándonos la fragilidad de la vida, pero su presencia masiva y su color explosivo son un canto a la memoria y a la alegría del reencuentro.
Hoy, los estados de Puebla, Tlaxcala, Michoacán y el Estado de México son los principales productores de esta flor, que se siembra a mediados de año para que florezca justo a tiempo para la fiesta. Ver los campos anaranjados es presenciar un milagro cíclico, la preparación de la tierra para el gran recibimiento.

La flor de cempasúchil en el Día de Muertos es, en esencia, la materialización de un puente. Es el lazo de unión entre el mundo de los vivos y el de los muertos, un símbolo de un amor que no conoce de fronteras terrenales.
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Cuando deshojamos sus pétalos para trazar el camino, no sólo decoramos; sino que también cumplimos una promesa milenaria: “Aquí te esperamos. Tu casa aún es tu hogar. Sigue el aroma, sigue la luz, que aquí te recordamos con alegría”. Y en la quietud de la noche del 1 y 2 de noviembre, uno casi puede sentir, entre el olor penetrante de la flor, el susurro de gratitud de aquellos que han emprendido el viaje de vuelta.